viernes, 2 de mayo de 2014

En busca de Doggerland, la Atlántida del Mar del Norte

Los arqueólogos intentan responder una pregunta de suma actualidad: ¿qué le ocurre a una población cuando su tierra desaparece bajo el mar?
Por Laura Spinney
Cuando empezaron a encontrarse vestigios de un mundo perdido en el fondo del mar del Norte, nadie podía creerlo. Aparecieron por primera vez hace un siglo y medio, cuando la pesca de arrastre se extendió por toda la costa neerlandesa. Los pescadores barrían el lecho marino con sus redes y las subían llenas de lenguados, platijas y otros peces que viven en el fondo del mar. Pero a veces caía también sobre la cubierta algún colmillo enorme, o los restos de un uro, de un rinoceronte lanudo o de alguna otra bestia extinguida. Estas pistas de que las cosas no siempre habían sido como eran ahora inquietaban a los pescadores, quienes devolvían al mar todo aquello para lo que no tenían explicación.
Generaciones después, Dick Mol, un hábil aficionado a la paleontología, convenció a los pescadores para que le facilitasen esos huesos y tomasen nota de las coordenadas exactas del lugar donde los habían encontrado. En 1985 un capitán le entregó una mandíbula humana completa, perfectamente conservada, con los molares desgastados. Mol y su amigo Jan Glimmerveen, otro paleontólogo aficionado, hicieron datar el hueso mediante radiocarbono. Resultó que tenía 9.500 años de antigüedad, lo cual quiere decir que el individuo a quien perteneció aquella mandíbula vivió durante el mesolítico, período que en el norte de Europa comenzó al final de la última glaciación, hace unos 12.000 años, y se prolongó hasta la llegada de la agricultura, unos 6.000 años más tarde. «Creemos que proviene de un enterramiento que ha permanecido intacto desde que aquel mundo desapareció bajo las olas, hace unos 8.000 años», dice Glimmerveen.
La historia de esta tierra desaparecida empieza con la retirada de los hielos. Hace unos 18.000 años, el nivel del mar en el norte de Europa era unos 122 metros más bajo que el actual. Gran Bretaña no era una isla, sino la deshabitada esquina noroccidental de Europa, y entre ella y el resto del continente se extendía una tundra helada. A medida que el planeta se calentaba y el hielo retrocedía, los ciervos, uros y jabalíes empezaron a dirigirse hacia el norte y hacia el oeste, seguidos de los hombres que los cazaban. Procedentes de las regiones montañosas de lo que hoy es la Europa continental, los cazadores se encontraron ante una vasta llanura de escasa altitud.
Los arqueólogos denominan ese terreno desa­parecido Doggerland, por el banco de arena del mar del Norte conocido como Dogger. Antes considerado como un puente de tierra entre la actual Europa continental y Gran Bretaña, un lugar de paso en su mayor parte deshabitado, hoy se cree que Doggerland estuvo poblado du­­rante miles de años por gentes del mesolítico, hasta que fueron expulsadas por la crecida im­­placable del mar. A ese período le sucedió otro de convulsiones climáticas y sociales hasta que, a fines del mesolítico, Europa ya había perdido una parte importante de su masa continental y su aspecto era más o menos el que tiene hoy.
Muchos expertos ven en Doggerland la clave para entender el mesolítico en el norte de Europa, y en el mesolítico, un referente que debemos tener en cuenta en una época de cambio climáti­co como la actual. Gracias a un equipo de arqueólogos de la Universidad de Birmingham dirigido por Vince Gaffney, tenemos una idea del aspecto que debió de tener ese territorio. Basándose en datos sísmicos del subsuelo del mar del Norte, ellos han reconstruido digitalmente 46.620 kilómetros cuadrados del paisaje sumergido.
En el Centro de Tecnología Visual y Espacial IBM de la universidad, Gaffney proyecta imágenes de esta tierra ignota sobre inmensas pantallas en color. En una esquina del mapa, el Rin y el Támesis se unían y fluían hacia el sur hasta lo que actualmente es el canal de la Mancha. Habría otros sistemas fluviales para los cuales no tenemos nombre. En el clima de aquella época –quizás un par de grados más cálido que el de hoy– los contornos de la pantalla se traducirían en suaves colinas onduladas, valles arbolados, exuberantes pantanos y lagunas. «Era un paraíso para los cazadores-recolectores», dice.
La publicación en 2007 de la primera parte del mapa permitió a los arqueólogos «ver» por prime­ra vez el mundo mesolítico, e identificar la probable ubicación de algunos asentamientos, con vistas a una posible excavación. El elevado coste de la arqueología submarina y la escasa visibilidad del mar del Norte han mantenido esos yacimientos fuera de nuestro alcance. Pero los arqueólogos también disponen de otros medios para desvelar quiénes fueron los habitantes de Doggerland y cómo respondieron al inexorable avance del mar sobre sus tierras.
En primer lugar están los tesoros atrapados en las redes de los pescadores. Además de la mandíbula humana, Glimmerveen ha acumulado más de 100 piezas: huesos de animales con marcas de despiece y herramientas de hueso y de asta, entre ellas un hacha con un motivo en zigzag. Al conocer las coordenadas de estos descubrimientos, y dado que los objetos no suelen desplazarse demasiado sobre el lecho marino, puede determinar que muchos provienen de la zona meridional del mar del Norte que los neerlandeses llaman De Stekels (las espinas), caracterizada por sus abruptas crestas del fondo marino. «El yacimiento o yacimientos debían de estar cerca de un sistema fluvial –dice–. Quizá vivían en dunas fluviales.»
Otra línea de investigación sobre Doggerland son las excavaciones en aguas someras o en zonas intermareales cercanas de una antigüedad similar. En las décadas de 1970 y 1980, en un ya­­cimiento llamado Tybrind Vig, a pocos cientos de metros de la costa de una isla danesa del mar Báltico, se hallaron indicios de una cultura pesquera del mesolítico tardío sorprendentemente avanzada. Entre los objetos figuran remos decorados con elegancia y varias canoas largas y estrechas, una de ellas de más de nueve metros. Más recientemente, Harald Lübke, del Centro de Arqueología Báltica y Escandinava en Schleswig, Alemania, y sus colegas han excavado una serie de yacimientos submarinos en la bahía de Wismar, en la costa alemana del Báltico, de entre 8.800 y 5.500 años de antigüedad. Los yacimientos documentan de manera ostensible un cambio en la dieta de sus habitantes, que pasaron de comer pescado de agua dulce a consumir especies marinas a medida que la subida del nivel del mar transformaba sus tierras; con el paso de los siglos los lagos interiores rodeados de bosques se transformaron en marismas cubiertas de juncos, más tarde, en fiordos y finalmente, en la bahía abierta que hay en la actualidad.
Una transformación similar tuvo lugar en Goldcliff, en el estuario galés del Severn, donde el arqueólogo Martin Bell, de la Universidad de Reading, y su equipo llevan excavando 21 años. Durante el mesolítico el Severn estaba encajado en un valle estrecho, pero a medida que el mar fue subiendo, se desbordó sobre los lados del valle y se extendió, creando el actual estuario.
Un día de agosto, durante una marea excepcionalmente baja en Goldcliff, seguí a Bell y sus colaboradores por la fangosa llanura mareal hasta dejar atrás enormes troncos negros de robles prehistóricos que el lodo ha preservado. Teníamos menos de dos horas antes de que la marea volviese a subir. Llegamos a una pequeña elevación que 8.000 años atrás era el litoral de una isla. Un miembro del equipo echó agua a presión, y de pronto surgió el relieve de 39 huellas dejadas por tres o cuatro individuos en ambas direcciones a lo largo de la orilla. «Debían de salir de su campamento para examinar las trampas para peces en un canal cercano,» dice Bell.
El arqueólogo opina que en algún momento hubo numerosos campamentos en el estuario, y que cada uno de ellos estuvo poblado por un grupo familiar de unos diez individuos. Segura­mente no estaban habitados de forma permanen­te. El más antiguo habría quedado sumergido durante las mareas más altas, por lo que está claro que sus ocupantes eran estacionales, y cada vez que regresaban construían el campamento un poco más arriba en la ladera. Lo asombroso es que siguieran volviendo durante siglos, quizá milenios, y que cada vez encontrasen el camino a través de un paisaje siempre cambiante. Esta población fue testigo de la desaparición del bosque de robles, tras quedar anegado por el mar. «En algún momento los árboles colosales asomarían, muertos, a través de la marisma. Debió de ser un paisaje extraño», imagina Bell.
El verano y el otoño habrían sido épocas de bonanza en toda la costa, con buena caza gracias a los animales salvajes que llegaban atraídos por los extensos pastizales de las marismas, el mar lleno de peces, y avellanas y bayas en abundancia. Durante las otras estaciones los grupos se trasladaban a tierras más altas, probablemente siguiendo los valles de los afluentes del Severn. Puesto que se trataría de culturas de transmisión oral, los individuos de mayor edad serían los guardianes del conocimiento medioambiental, capaces de interpretar, por ejemplo, el patrón de las migraciones de las aves y poder así informar a su grupo sobre el momento adecuado para abandonar la costa y migrar a las tierras altas, decisiones de las que dependía su supervivencia.
El hallazgo de grandes concentraciones de objetos sugiere que los pueblos del mesolítico, al igual que los posteriores cazadores-recolectores de América del Norte, se reunían en grandes grupos para celebraciones anuales de tipo social, posiblemente a principios del otoño, cuando llegaban las focas y los salmones. En el oeste de Gran Bretaña, estos encuentros tenían lugar en las cimas de las colinas, con vistas a los cazaderos de focas. Habría sido el momento ideal para que los jóvenes encontrasen pareja y para el intercambio de información sobre otros sistemas fluviales más allá del territorio de cada grupo, una información cada vez más crucial conforme el mar iba alterando el paisaje.
La subida más drástica del nivel del mar se produjo a un ritmo de uno o dos metros por siglo, pero dada la variada topografía del terreno, las inundaciones no debieron de ser uniformes. En los territorios bajos, como Doggerland, el avance del mar convirtió los lagos en estuarios. La reconstrucción digital de Gaffney muestra que uno en particular, el Outer Silver Pit, contiene inmensos bancos de arena que solo se podrían haber creado por fuertes corrientes mareales. En algún momento esas corrientes habrían dificultado enormemente el paso en canoa, y a la larga habrían creado una barrera permanente a lo que antes habían sido territorios de caza.
¿Cómo se adaptaron los cazadores del mesolítico, cuya existencia estaba determinada por el ritmo de las estaciones, a la progresiva desaparición de su mundo? Jim Leary, arqueólogo de English Heritage, ha buscado en la litera­tura etnográfica paralelismos con los inuit y otros cazadores-recolectores actuales que se enfrentan al cambio climático. Para quienes aprendieron a explotar ese mar en ascenso, convirtiéndose en expertos fabricantes de canoas y pescadores, la nueva situación debió de ser una bendición, pero solo por un tiempo. Al final la pérdida de territorio llegaría a contrarrestar esos beneficios. Los ancianos del mesolítico, los «depositarios del conocimiento» como los llama Leary, ya no habrían sido capaces de interpretar por más tiempo las sutiles variaciones estacionales del paisaje para aconsejar al grupo. Aislados de sus territorios de caza y pesca ancestrales, y de sus cementerios, las poblaciones humanas debieron de sentirse profundamente desarraigadas, dice Leary, «como los inuit, aislados de sus tierras por la fusión de los témpanos de hielo».
«Debieron de producirse enormes flujos mi­­gratorios –añade Clive Waddington, de Archaeological Research Services Ltd., una consultora de Derbyshire–. Es probable que los pueblos que vivían en lo que hoy es el mar del Norte tuvieran que marcharse con gran rapidez.» Algunos se dirigieron a Gran Bretaña. En Howick, Northumberland, en los acantilados que recorren la costa nordeste de Gran Bretaña y que por tanto debieron de ser las primeras colinas que vieron, el equipo de Waddington ha encontrado los restos de una vivienda que ha sido reconstruida tres veces en un período de 150 años. La cabaña data de hacia 7900 a.C., una de las evidencias más antiguas de asentamiento en Gran Bretaña. Waddington interpreta su repetida ocupación como señal de un creciente sentimiento de territorialidad: sus residentes tuvieron que defenderse de las oleadas de desplazados de Doggerland.
«Sabemos lo importantes que fueron las zonas de pesca para la subsistencia de aquellos pueblos –dice Anders Fischer, arqueólogo de la Agencia Danesa para la Cultura, en Copenhague–. Si cada generación veía desaparecer sus mejores calade­ros, sin duda debían de verse obligadas a encontrar unos nuevos, y eso los llevaría repetidamente a entrar en competición con grupos vecinos. En sociedades con una organización social de escasa complejidad, eso seguramente derivaba en conflictos y violencia.»
Migración, territorialidad, conflicto: modos diversos y difíciles de adaptarse a las nuevas circunstancias, pero adaptaciones al fin y al cabo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que el mar agotó por completo la capacidad de supervivencia de los habitantes de Doggerland. Hace unos 8.200 años, tras milenios de una ininterrumpida crecida del mar, una inmensa descarga de agua de deshielo procedente de un gigantesco lago glaciar norteamericano, el Agassiz, causó una subida del nivel del mar de más de 0,6 metros. Esta entrada de agua helada ralentizó la circulación de agua caliente en el Atlántico Norte, lo que provocó una bajada brusca de la temperatura e hizo que las costas de Doggerland –si es que aún quedaba algún trozo de tierra emergida– fueran azotadas por vientos gélidos. Por si el panorama no fuese bastante dramático, casi al mismo tiempo un deslizamiento submarino cerca de la costa de Noruega conocido como el deslizamiento de Storegga provocó un tsunami que inundó todo el litoral del norte de Europa.
¿Fue el tsunami de Storegga el golpe de gracia, o ya había desaparecido Doggerland bajo el mar? Los científicos no están seguros, pero lo que sí saben es que a partir de ese momento el ritmo de la subida del nivel del mar se ralentizó. Después, hace unos 6.000 años, un nuevo pueblo procedente del sur arribó a las costas de las islas Britá­nicas, por entonces cubiertas de bosques densos. Llegaron en barcos, con ovejas, ganado y cereales. Hoy, los descendientes de aquellos primeros agricultores neolíticos, aunque equipados con una tecnología mucho más sofisticada que la de sus congéneres mesolíticos, se enfrentan una vez más a un futuro con un mar en ascenso.